El pavimento de la Ciudad de México parece un campo minado. Hasta finales de 2025, se han contabilizado 164 socavones, de los cuales 43 aparecieron en la red primaria —esas arterias que sostienen la movilidad diaria— y 121 en calles secundarias, responsabilidad directa de las alcaldías. La cifra es tan contundente como preocupante: cada hundimiento es síntoma de un deterioro estructural que no se resuelve rellenando el hoyo con mezcla asfáltica.
Las autoridades presumen que más del 75 % de los casos han sido atendidos. Pero la palabra “atender” merece comillas: reparar un bache no equivale a resolver la causa que lo originó. En avenidas principales, 23 de 37 socavones fueron reparados y 14 siguen en proceso; en vías secundarias, 108 de 116 recibieron algún tipo de intervención. Los números lucen alentadores sobre el papel, aunque los vecinos que deben rodear calles cerradas o sortear zanjas abiertas cuestionan la eficacia real.
El Programa Integral de Mantenimiento de la Carpeta Asfáltica, con sus cuadrillas nocturnas y sistemas de reporte, se anuncia como la solución definitiva. Sin embargo, la experiencia ciudadana habla de lo contrario: reportes que tardan semanas en ser atendidos, obras que se dejan inconclusas y reparaciones que se hunden con la siguiente temporada de lluvias. A este paso, el Bachetel y el Locatel parecen más líneas de consuelo que de solución.
Las causas son bien conocidas: lluvias intensas, drenaje colapsado, fugas de agua potable y un suelo arcilloso que cede. Lo sorprendente es la falta de prevención estructural. Si se sabe que las redes hidráulicas tienen más de medio siglo en operación y que la infraestructura subterránea es vulnerable, ¿por qué no hay un programa claro y sostenido de renovación profunda? La respuesta oficial suele ser la misma: “falta de recursos”. Pero al mismo tiempo se anuncian presupuestos millonarios que se evaporan en contratos opacos y reparaciones que no duran.
Los puntos más críticos se repiten año tras año: Iztapalapa, Gustavo A. Madero y Cuauhtémoc. La Calzada Ignacio Zaragoza se ha convertido en un ejemplo doloroso: socavones de hasta cuatro metros de profundidad, reparados con obras de emergencia que vuelven a fracturarse meses después. Vecinos ironizan diciendo que deberían instalar placas conmemorativas en cada hundimiento, para llevar la cuenta como si fueran monumentos de la desidia.
El gobierno capitalino ha destinado más de 2 mil 250 millones de pesos a repavimentar mil kilómetros de vialidades primarias y 250 kilómetros de avenidas principales. La inversión es histórica, dicen. Pero la pregunta es inevitable: ¿qué sentido tiene gastar miles de millones en asfalto si el drenaje debajo sigue siendo un colador? La ciudad invierte en maquillaje cuando lo que necesita es cirugía mayor.
El aspecto positivo, si es que lo hay, radica en la presión ciudadana. La denuncia en redes, los videos virales de autos tragados por socavones y la indignación en medios han obligado a las autoridades a responder con mayor rapidez. En algunos casos, la atención se da en menos de 48 horas, lo que muestra que la capacidad técnica existe; lo que falta es voluntad de mantener ese ritmo de manera constante y no solo cuando la cámara está encendida.
En conclusión, la Ciudad de México ha aprendido a reaccionar, pero no a prevenir. La infraestructura sigue siendo frágil, el drenaje un enemigo invisible y las reparaciones un paliativo más que una solución. Mientras tanto, los socavones se multiplican como recordatorio incómodo de que la capital no se hunde por azar, sino por años de mantenimiento tardío, improvisado y políticamente conveniente.